Al revés

Dos hacia adelante y uno hacia atrás. O al revés. Al revés avanzan los cangrejos; ¿quién más quiere? ¿Quién más quiere avanzar en un sentido u otro? O al revés. Incluso en una dirección diferente. ¿Quién, quién rechaza avanzar? Según hacia adónde. ¿Acaso un avance no puede ser un retroceso? ¿Acaso un retroceso no puede ser un avance, pareciendo un revés? O al revés. ¿Quién gobierna tus anhelos? Huimos del peligro: avanzamos. Nos acercamos al abismo: retrocedemos. “El que no recoge conmigo, desparrama” – Mateo, 12:30.

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De hormigas y radares

 
Recuerdo lo que me contó aquel muchacho, que con tanta frecuencia salía al campo. Le gustaban los animalillos. Dijo que le ocurrió un sábado, que no sé por qué le dio tanta importancia. Era sobre las hormigas y el hormiguero: que viven en sociedad. Se preguntaba él, que yo nunca lo había pensado, que siendo así, que vivían en sociedad, y siendo tantas, entonces, tendrían que haber superado muchas crisis. “¿De convivencia?” –le pregunté yo-. Y me dijo el muy deslenguado: “¿Y de qué si no? ¡Económicas, desde luego que no! Ni existenciales.” Y lo dijo con rotundidad, como muy seguro y, a la vez, mirándome por encima del hombro y por debajo de la coronilla. Y continuaba con sus preguntas. Retóricas, sin duda, porque él mismo las respondía, bien con respuestas, bien con más preguntas:
      – ¿Cómo es tan fácil que sigan sobreviviendo? Por milenios. Milenio tras milenio tras milenio tras milenio (“para, hombre, para”-tuve que decirle-). Además, por lo que nos consta, sin mucho evolucionar.
          A esto, me decía yo: “¿Y cómo nos consta, digo yo, si apenas llevamos unas décadas estudián-dolas? ¿Acaso hay registros? ¿Pinturas rupestres o algo así?”
      – ¿Simplicidad? No lo parece. Sus comunidades tienen una organización singular y gran estructura. Una gran estructura muy estructurada. O sea, de mucha disciplina. Algunos estudiosos la asemejan a la de nuestros ejércitos. En esas comunidades, cada individuo tiene su cometido. Y tienen sus mecanismos para que cada individuo cumpla su cometido. Si no, además de las consecuencias para el individuo, nada triviales, las consecuencias son nefastas para el conjunto de la comunidad y, por ende, para toda la sociedad hormigueril.
          Inteligente era el hombre, para razonar de semejante manera. “¿Y si es por solidaridad, que sigan sobreviviendo?” –me atreví a apuntar yo-, pero de aquella manera, por lo de la mirada…
      – ¿Quién sabe? Que son muchas está claro, pero… ¿quién sabe?, ¿simplicidad, solidaridad, vanidad? O por precavidas, a diferencia de las cigarras…
          Se calló un momentín y siguió luego el chico enigmático, hablando de este, para mí, enigma sin igual: “Tienen jerarquía; a veces alguna se despista o se hace la despistada. O sea una hormiga. Ya sea macho o hembra. Y se pone a hacer cosas que no le corresponde. O deja de hacer lo que le corresponde. O lo hace a un ritmo que tampoco corresponde, o lo hace de aquella manera. O sea, a la virulé… sin corresponder.
      – No creas, que puede llegar, un solo individuo, a poner en jaque a todo el hormiguero –siguió con su disertación el joven caballero-. Y eso sin saber jugar al ajedrez, que tampoco constan juegos entre ellas… Entonces, ¿qué hacen las otras ante semejante conducta? Pues sencillo. Hacen lo que hacemos los humanos, que podría considerarse solidaridad, clemencia o reconducción mismamente.
          Ahora sí que me quedé yo entre patidifuso y anonadado… Seguí escuchando:
      – Como ocurre entre nosotros, siempre hay alguien atento a cada individuo. O atento a varios a la vez. ¿Control, hipervigilancia, dirás? Pues no. Simple interés. Instintivo, eso sí, que no se ha demostrado que tengan conciencia, siendo tan chiquititas como son. Ni conciencia ni raciocinio. Aunque, intuyo, sí capacidades de comunicación. Entre ellas. ¿A ver si no cómo eligen a los líderes de cada comunidad?
          Definitivamente lo de este hombre no tiene nombre… ¿elegir a los líderes? Pues eso y más… Siguió hablando en un alarde de erudición:
      – Porque siempre hay alguien que destaca, o quiere destacar. Individuos que aspiran a diferenciarse, varones o hembras. Como Juan Salvador Gaviota, la gaviota. Volaba y volaba. Por placer, o eso decía. Aspiraba a los mejores manjares, decía. Debía decirlo metafóricamente, porque se pegaba temporadas sin probar bocado… Pareciera que, entre vuelo y vuelo, lejos del suelo, y sin consuelo, se olvidara de comer. ¿O eran manjares espirituales a lo que aspiraba? ¿A la diferencia o a la diferenciación?”
          De hormigas no entiendo. Pero Juan Salvador Gaviota sí lo leí. Algo cabezota era el pajarito… Ya lo creo que traía en jaque a las gaviotas adultas… Sin hacer carrera de ella. Para carreras, ya estaban las de Juan Salvador. Las demás, nerviositas, ya no sabían si criticaban, recomendaban o estornudaban. Como yo ahora, que empiezo a bostezar, sin saber si empezaré a dormir, a dormitar o a olvidar… Él erre que erre:
      – ¿Lo harían por amor? ¿Cómo será, por curiosidad, el sentimiento amoroso de las hormigas? ¿Distinguirán amores como hicieron E. From y C. S. Lewis? O como tantas otras santas y santos… ¿Les gustará a las hormigas distinguirse como nos gusta a los humanos distinguirnos, para, luego, en ocasiones que estamos mano sobre mano, darnos cuenta de que, así, en la igualdad, en lo rutinario, en lo ordinario, ya somos especiales, inigualables?
          En esto coincido con el joven; recuerdo lo que me dijo ella, la madre, a través de otra mujer: “no hace falta que hagas nada especial, hijito; te quiero así como eres”. Y me viene el texto, tal cual: “ahí tienes a tu madre”. ¡Menudo regalo!
      – Pues sí, las hormigas a veces pierden su radar. Ves que caminan errantes. O haciendo círculos… No es muy frecuente, pero ocurre. Luego, de repente, lo recuperan. El radar. Eso todavía los estudiosos no saben cómo ocurre. Las estudiosas tampoco saben. Pero sucede. De buenas a primeras. De un día para otro, o de un momento para otro, que esos, los momentos, son en realidad como días para las hormigas. Lo recuperan. El radar. Y no puede ser porque quieran ellas, no. Porque no son conscientes. Dicho quedó, conciencia no tienen.
          Era un chico peculiar. Muy observador. Inteligente. Pero aquello del sábado… lo del sábado, me dio que pensar… ¿y a quién no?

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Añoranza y más

 

Apoyado en la barandilla del balcón, mira a la calle. Tal vez piensa que está solo, o que yo estoy dormido, porque, en la tumbona, descanso con los ojos cerrados. O, quizás, solamente pretendiera murmurar. Pero ni el abuelo murmura ni yo dormito. Escucho su lamento:

Nunca imaginé que os echaría tanto de menos. Porque os tuve siempre conmigo. Porque estabais siempre disponibles, a mi alcance. Siempre es siempre; en cualquier momento. De repente, ya no estáis. No fui capaz de apreciar entonces lo que significaría vuestra marcha repentina. Total; ¡puro formalismo!, pensé. Meses después, ¡cuánto os añoro! ¡Deseo tanto vuestro regreso! No debería tener semejante dependencia. Lo sé. Otros no la tienen. Pero, yo, yo estaba muy encariñado con vosotros. Por fortuna, por h o por b, pronto os recuperaré.

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Más allá de los clásicos infantiles

 

Una noche más, se disponía a leerle un libro. Entonces, dijo la niña:
– Mamá, léeme algo distinto, algo que no me hayas leído nunca.

Ella, que siempre recurría a los clásicos infantiles, amplió su perspectiva:
– ¿De verdad quieres algo distinto? Te leeré algo muy antiguo, una parábola de siempre, que también es para mayores. Y comenzó a decir:

«Un hombre tenía dos hijos. El más joven de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde. Y les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo más joven, reuniéndolo todo, se fue a un país lejano y malgastó allí su fortuna viviendo lujuriosamente. Después de gastar todo, hubo una gran hambre en aquella región y él empezó a pasar necesidad. Fue y se puso a servir a un hombre de aquella región, el cual lo mandó a sus tierras a guardar cerdos; le entraban ganas de saciarse con las algarrobas que comían los cerdos; y nadie se las daba. Recapacitando, se dijo: ¡cuántos jornaleros de mi padre tienen pan abundante mientras yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré a mi padre y le diré: padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y levantándose se puso en camino hacia la casa de su padre.
Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se compadeció; y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Comenzó a decirle el hijo: Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: pronto, sacad el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado. Y se pusieron a celebrarlo.
El hijo mayor estaba en el campo; al volver y acercarse a casa oyó la música y los cantos y, llamando a uno de los criados, le preguntó qué pasaba. Este le dijo: Ha llegado tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado por haberle recobrado sano. Se indignó y no quería entrar, pero su padre salió a convencerlo. El replicó a su padre: Mira cuántos años hace que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya, y nunca me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos. Pero en cuanto ha venido este hijo tuyo que devoró tu fortuna con meretrices, has hecho matar para él el ternero cebado. Pero él respondió: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero había que celebrarlo y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».

– Mamá, ¿quién la escribió?
– Un tal Lucas, hija. Lo llaman San Lucas, médico y Evangelista. Reproduce las palabras de Jesucristo. Busca Lucas 15, 11-32, y lo encontrarás.

– ¿Tiene más escritos San Lucas? –preguntó la niña-.
– Sí.  Todos sobre Jesús, el Cristo. ¿Querrás conocerlo mejor? 

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El hombre bueno, amable y sincero que un día tropezó

 

Querida doña Martina:

Dice nuestro amigo común, don Alberto, que, en la literatura, se está perdiendo el género epistolar. Y también el hábito de escribir cartas, en general. Él lo quiere recuperar, pero no la escribo yo para contribuir a la causa, que no digo que esté mal. La escribo porque, frente a conversar, escribir tiene sus ventajas, o eso creo yo.   

Para mí, como remitente, que puedo decir todo lo que quiera, de forma meditada, o mejor aún, premeditada, sin perder el guion. Para usted, doña Martina, como destinataria, que puede dejar de leer en cualquier momento o, al contrario, puede leer el texto todas las veces que quiera, según el humor en que se halle. Por lo anterior, voy a ser directo, que esta carta es para leer hasta el final:

“Había una vez un hombre bueno, amable, sincero, al que le gustaba caminar. Salía al bosque con frecuencia. A veces, en su disfrutar, perdía la noción del tiempo. Caminaba cualquiera fuera la ocasión, la circunstancia, la climatología. Solía ir él solo, sin compañía. Tenía sus recorridos, sus circuitos, sus metas. Disfrutaba mucho de sus caminatas.

Una tarde, le sorprendió la noche. No se despistó, no. Se confió. Tanto que, en su descenso, algo precipitado, su tobillo se quebró. Perdió el equilibrio y cayó. De inmediato, su pie se hinchó. Quiso regresar. En cada paso, un fuerte dolor le acompañaba. Se planteó parar y pasar la noche en el bosque. Comenzaba a bajar la temperatura, a pesar de que no había llegado el invierno todavía. Decidió continuar, como pudo, conteniendo el dolor, sintiéndolo cada minuto, en su esforzado regreso a casa. Por fin llegó.

Pasó el tiempo y el hombre bueno, amable y sincero se curó. Pero tanto fue lo que sufrió que, en sus salidas al bosque, no quiso arriesgarse a tener un nuevo accidente. Tampoco quería renunciar a caminar. Quiso continuar. Desde entonces, tomó todo tipo de precauciones: se vendó los tobillos, protegió sus rodillas, se abrigó más todavía… guantes, bufanda, gorro. Aun sin hacer tanto frío. No podía arriesgarse a volver a caer, y perderlo. Porque era lo que más apreciaba, lo que, en aquel momento, le quedaba.

Cambió los itinerarios. No volvería a enfrentarse a empinadas subidas, ni a riscos, ni a caminos de piedra. No iría contra el viento, ni se expondría tanto al sol. Y, llegado el caso, hasta descansaría, haría un alto en el camino, tomaría un respiro. Así hizo. Ahora, paraba con frecuencia. Pero los pensamientos le atormentaban. Le recordaban la caída, el dolor, el camino recorrido estando herido, el sufrimiento de la recuperación. Y, sobre todo, el temor de un nuevo tropezón.

Aquellas pausas en su caminar, en vez de descanso, se convirtieron en un martirio. Pero el monte era, hasta entonces, lo único que le aportaba paz mental. ¡Ya está! Decidió que un poco de entretenimiento le vendría bien. Así es cómo, en su mochila, comenzó a poner un libro y su teléfono móvil. Siguió con sus precauciones, caminando y descansando.

Para evitar la tortura de sus pensamientos, el hombre recurría al libro. Leía. Pero su mente, que no era él, recurrente, volvía a criticarlo, a censurarlo. Probó con su teléfono móvil y sí, quizás por la doble atención, visual y auditiva, aquello lo calmó. Se marchó, poco a poco, el desasosiego. Retornó la paz mental.

Pasaron los meses y aquel hombre bueno, amable y sincero se acostumbró a incorporar la tecnología en sus paseos, cada vez más cortos. Así, hasta que caminar le agotaba tanto que cambió el bosque por el parque de su ciudad. Seguía recordando la caída y tanto le reconfortaba acudir a su teléfono móvil que dejó de salir al parque también. La terraza de su casa bastaría. Era bastante soleada.

Un día, sentado en su terraza, cayó rendido, con el teléfono sobre las piernas. Durmió y soñó. Sobrevino un colapso de ondas, como en  MEDUSA, de Vázquez Figueroa. En esta ocasión, no se sabe quién o qué la provocó. Pero el resultado fue similar. Caos total. Imposible relacionarse, imposible trabajar, imposible pagar. Imposible de ningún ocio disfrutar. Silencio de ondas. Huelga de tecnología. Crisis de identidad.

El colapso duró algún tiempo. Mas lograron sobrevivir. Nada tan fatal. Recuperaron algunos viejos hábitos. Hasta resurgió el género epistolar. Pero no querían renunciar a las comodidades del pasado. Como en MEDUSA, de Vázquez Figueroa, quisieron negociar. Volvieron las ondas y todo el mundo, con moderación y prudencia, las volvió a disfrutar. También, para siempre, todos convivieron con el género epistolar. 

De repente, el teléfono cayó al suelo y el hombre despertó. Después de un momento, sintió calma, sosiego y paz interior. Salió de la terraza y sonrió.

Desde entonces, el hombre bueno, amable y sincero volvió a subir al monte. Continúo caminando. En su caminar tranquilo, relajado, confiado, escuchaba voces, de cuando en cuando. No, no era él quien hablaba. Quizás su mente. Las escuchaba con nitidez: “Él dará órdenes a sus ángeles acerca de ti, para que te guarden en todos los caminos. En sus manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra.”

En fin, doña, Martina, no me quiero extender más, que basta la intención. Contribuiré al deseo de don Alberto de recuperar el género epistolar. ¡A escribir! Aunque con moderación. No sea que, con tanta escritura, descuide mis salidas al monte. ¡A mí también me gusta caminar, pues me propicia paz mental! Aunque sea a ratos, mientras estoy lejos de los aparatos.

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Cartas por Navidad

 

Querido don Alberto:

¡Qué reconfortante volvernos a encontrar!
Como antaño, ante un café humeante,
junto a un hogar de lumbre chispeante;
cara a cara, sobre la vida misma, charlar.

Sobre escribir, coincido con su apreciación:
se está perdiendo el género epistolar.
¿Quién osa, siquiera, una carta al año redactar?
Algunos, por Navidad; o en una esporádica vacación.

Se pregunta usted cómo se puede recuperar.
¡Ha irrumpido el wasap!
Para, como dicen, responder asap.
Y digo yo, ¿a quién le va a interesar?

Que por mí no quede, ¡me sirve usted de acicate!
Con alegría, antes de al nuevo año recibir, 
entre 20 y 30 epístolas me comprometo a escribir.
¡Adiós al bricolaje! Tomo la pluma y dejo el alicate.

Ayúdeme, mi querido amigo, por compasión. 
Envíeme la dirección de cualquier conocido,
no vaya a ser que alguno me deje, por olvido.
Y asuma que ha sido con intención.

Reitero, don Alberto, mi agradecimiento.
Por su llamada, el encuentro y su gran amistad.  
Le mando un fuerte abrazo, cargado de sentimiento,
y mis mejores deseos para esta Navidad.   

Roberto.

P.D.: Mande aquí las direcciones postales:
cartaspornavidad@vidaapasionante.com,
que para esto no se requieren conversaciones adicionales, 
y me hace usted un gran favor.

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¡Menudo cambio!

  • Lo vio por segunda vez en menos de un mes. ¡Increíble! Estaba todavía mejor; más atractivo, más locuaz, más simpático, más abierto; sonría. Sí, ¡estaba más atractivo!
  • Tenía planes, contaba logros. Volvía a ser él. Quizás era por la confianza que da ir alcanzando objetivos, por pequeños que sean. O por el aumento de su autoestima, refrendado por el hecho de constatar que te estás convirtiendo en la persona que quieres ser. Tal vez, porque el gozo de Dios había inundado su alma. Por todo un poco.
  • No albergaba ninguna aspiración, ninguna pretensión más allá de su amistad. Le gustaba ver la transformación en su amigo. No es que, en su larga vida profesional como terapeuta, no hubiera visto cambios similares. Simplemente, volvía a maravillarse por el poder de la determinación, por lo que somos capaces de hacer cuando hay un motivo poderoso. Volvía a maravillarse, también, por la capacidad transformadora del amor.
  • Su amigo, de nuevo, celebraba la vida con alegría. ¡Volvía a ser él!
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Álgebra y algo más

  • Se había suspendido la clase de álgebra. En lugar de don Avelino, había acudido don Damián, como otras veces.  
  • Estaban aún tomando sus asientos cuando les abordó con su reflexión, ¿espontánea?, ¿meditada?, ¿inspirada? Sin lugar a dudas, sobresaltada.
  • ¿Hasta qué punto cada observación implica una evaluación? …
  • ¿Acaso evaluar no es juzgar? …
  • Juzgar es etiquetar. Etiquetar es clasificar. Clasificar es condicionar. Condicionar es limitar. Limitar es dar permiso para renunciar…
  • Adela parecía ser la única que le seguía; tal vez la única que atendía:
  • ¿Qué insinúa, don Damián? ¿Debemos renunciar a evaluar?
  • ¿Y si postergamos la evaluación? ¿Y si, antes de juzgar, alguien elige amar?…
  • Porque amar es confiar. Confiar es creer. Creer es poder. Poder es querer.
  • Antes de juzgar… amar. A uno mismo y a los demás.
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Volver a preguntarlo

Le daba mucha vergüenza volver a preguntarlo, una vez que la relación estaba comenzada y habían tenido ya varios encuentros. No importaba si era en el ámbito personal o en profesional, se las apañaba sin tener que preguntarlo:

Disculpa, … Perdona, …Oye, … Mira, mira, …

Dependiendo del grado de confianza, usaba una u otra manera de llamar a su interlocutor. Todo menos el “” aquel, hiriente, con el que un chaval se dirigió a él en el colegio de primaria. Todo por no pasar el trago de, después de semanas, meses o, algunas veces, años, volver a preguntarlo.

La vecina de enfrente; el que trabaja en la tienda de la esquina; el chico joven de la tercera planta; la señora rubia que se sienta siempre en el primer banco de la iglesia; el padre de Juan, el portero; la mamá de Irene, la amiguita de Pilarín… Así es como se refería a ellos al hablar con terceras personas. Todo por no repetir la pregunta.

Así vivían él y otros muchos, sobrellevando las relaciones, hasta que un buen día se encuentra en la tesitura de tener que presentar a su ya tan familiar amigo:

  •     – Mira, esta es mi mujer. Cariño, te presento a… Javier, el padre del portero del equipo de los chicos.
  •     – Juan Carlos, me llamo Juan Carlos. Javier es mi hijo, -le corrige educadamente el señor.
  •     – Claro, ¡me pienso que en todas las familias es igual! –dice, acompañando sus palabras de una sonrisa que le hace sentirse más tranquilo.

Tampoco es para tanto, ¿verdad?, ¿o sí?, se preguntó Salvador. Todo por no repetir la pregunta.

¿Acaso es tan vergonzante? ¿Acaso es indecente? Simplemente es. Pudo habérsele olvidado o pudo no haberlo preguntado nunca.

Eso, nunca, ¡nunca más!, me volverá a pasar, se dijo a sí mismo con el pensamiento puesto en la próxima graduación de su hija…

  •     – Papá, te presento al padre de Verónica,
  •     – Mucho gusto, -dijo el señor padre de Verónica.

Ahora sí, ¡es el momento!, pensó Salvador para, rápidamente, responder:

  •     – Encantado, me llamo Salvador. ¿Y usted?
  •     – Soy Fernando.
  •     – Bueno, ¡parece que fue ayer cuando empezaron la carrera, ¿verdad, Fernando? –prosiguió con la conversación.
  •     – Sí, en efecto. ¡Cómo pasa el tiempo!
  •     – Ahora, a por la siguiente etapa, Fernando, ¡es ley de vida! ¿Qué tiene pensado hacer Verónica?

Pasados unos minutos de conversación, se disculpó amablemente para ir al encuentro de otras personas conocidas.

  •     – Disculpe, Fernando, voy a saludar a otros amigos.

Enseguida se unió a los padres de Andrés, a quienes había conocido hacía unos meses, en una conferencia en la Universidad. En esta ocasión, no vaciló:

  •     – Hola, ¿qué tal están? Soy Salvador, el padre de Daniela.
  •     – Sí, nos conocemos. Muy bien, ¿y usted?, -respondió breve el hombre.
  •     – Encantado de volver a verles. Discúlpenme, ¿cómo eran sus nombres?
  •     – Silvia y Enrique.

Claro, tiene cara de llamarse Silvia; y él Enrique; ¡todo encaja! Pensó, rápidamente, Salvador.

  •     – Gracias, como nos vimos hace unos meses… Por cierto, ¿qué les ha parecido, Silvia y Enrique, este año tan intenso para los chicos?, -preguntó Salvador.
  •     – No sé él a mí, pero yo he echado mucho de menos a Andrés, -dijo la madre.
  •     – Sí, a Patricia, mi mujer, le ha pasado lo mismo, Silvia; ¡es muy normal! ¿Y a usted, Enrique?, -insistió él.

Meses después, en un centro comercial, Salvador coincidió con el padre de Verónica, a quién se dirigió con la alegría natural de quien se encuentra a un amigo:

  •     – Hombre, Fernando, ¡qué alegría verle!, ¿cómo está?

La cara de Fernando reflejó su sorpresa inicial al ser llamado por su nombre para, enseguida, dar paso a una sonrisa generosa, muestra de la satisfacción que produce escuchar la palabra que, como a todos, más nos agrada del mundo: la de nuestro propio nombre.

  •     – Encantado… um
  •     – Salvador, me llamo Salvador.
  •     – Claro, el padre de Daniela, pero no recordaba su nombre, -habló con naturalidad Fernando.
  •     – ¡Normal! Nos vemos poco… Y dígame, Fernando, ¿qué tal le va a Verónica? …

Hablaron de las hijas y, al despedirse, dijo Salvador:

  •     – Fernando, le dejo mi teléfono, por si un día le apetece tomar un café, una cerveza o un refresco. O, simplemente, pasear y charlar un rato.
  •     – Claro, tome el mío también, -dijo Fernando.

Al querer grabarlo, Fernando, descubrió que ya lo tenía registrado: Padre de Daniela. Entonces, lo editó y sonrió.

¡25 años después!

  • 25 años después, cual destellos fugaces
    revive sus pensamientos sagaces, 
    sobre los regalos de la infancia.
    Temía por su fragilidad.
    Quería hacerlos durar.
    Se decía entonces: ¡trátalos con elegancia!
  • Pero no bastaban las buenas intenciones.
    Para colmo, nunca venían con instrucciones.
    Unas veces, falta de previsión.
    Otras, imprudencia.
    Las más, precipitación.
    Sí, le faltaba paciencia.
  • Cosas de la edad.
    Y la impulsividad.
    25 años atrás.
    Ilusión y mucho más.
    ¡Cuánta alegría!
    Tiempos de algarabía.
  • Aquellos regalos se rompieron.
    O se perdieron.
    Menos los libros, que, en la estantería, 
    todavía hoy, conservan su sabiduría. 
    Le quedan raquetas, pelotas y, de puzles, piezas sueltas.
    El scalextric, con sus revueltas.
  • Sin duda, los mejores regalos estaban por llegar,
    De la mano de aquella mujer a quien, años más tarde, iba a desposar.
    ¡Gracias por tanta bondad!
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