Carta de Santiago

Podría ser una mía. Pero no. En esta ocasión me refiero a la del Apóstol. Esa en la que nos anima a contener la verborrea, en especial, la destinada a la maledicencia, que todos, en mayor o menor medida, practicamos, con la supuesta buena intención de alertar a quien nos escucha sobre el proceder de alguien o de su manera de ser. En el mejor de los casos, no obstante, para nuestro propio beneficio, el desquite, sin caer en la cuenta del mucho mal que provoca en quien nos escucha, cuyas relacionas con esa persona quedarán condicionadas de ahí en adelante. Y, con seguridad, las relaciones con quien habla mal de la otra, porque, en definitiva, el dedo acusador no queda indemne después de formular la maledicencia.
     ¿No te ha pasado a ti que después de escuchar hablar mal de una persona, la siguiente vez que te encuentras con ella, la miras ya con otros ojos, y te muestras precavido con ella? O, al contrario, cuando alguien te habla bien de una persona, ¿verdad que cambia para bien tu percepción de ella? En ambos casos, lo que escuchaste afecta a tu relación con ella, aunque te creas que no, porque este mecanismo funciona a nivel inconsciente.
     Nos dice el Apóstol Santiago en su carta:
     (3:3) «A los caballos les metemos el freno en la boca para que ellos nos obedezcan, y así dirigimos a todo el animal. (3:5) Lo mismo pasa con la lengua: es un órgano pequeño, pero alardea de grandezas. Mirad, una chispa insignificante puede incendiar todo un bosque.
      (4:11-12) «No habléis mal unos de otros, hermanos. El que habla mal de un hermano o el que critica a su hermano está hablando mal de la ley y criticando la ley; y si criticas la ley, ya no eres cumplidor de la ley, sino su juez. Uno solo es legislador y juez: el que puede salvar y destruir. ¿Quién eres tú para juzgar al prójimo? 
     (5:9) «Hermanos, no os quejéis los unos de los otros, para que no seáis condenados; mirad: el juez está ya a las puertas. 
     Si bien el Apóstol Santiago centra su exhortación en quién con su boca maldice, San Bernardo puso enfásis en los tres protagonistas del hecho: «la lengua del murmurador es una espada de tres filos, ya que hiere al prójimo, hiere a quien le escucha y se hiere a sí mismo».
     San Francisco de Sales, en su obra Introducción a la vida devota (*), nos sugiere formas alternativas de conducta, más constructivas: 
     «Nunca hables mal de nadie, ni directa ni indirectamente; guárdate de imputar al prójimo falsos crímenes o pecados, ni de descubrir culpas secretas, ni de agrandar las conocidas, ni de interpretar mal sus buenas obras, ni de negar el bien que sabes que es patrimonio del prójimo, ni de disimular, ni de disminuir sus méritos con tus palabras.
      «¿Qué seguridad tenemos de que un hombre que ayer era pecador continúe siéndolo hoy? (…) No podemos, pues, decir que un hombre es malo sin exponernos al peligro de mentir; lo único que podemos asegurar, en caso necesario, es que hizo tal cosa vituperable, que durante tanto tiempo vivió mal, que actualmente no se comporta bien; pero no sacar ninguna consecuencia de ayer a hoy, ni de hoy a ayer y, menos aún, para el porvenir. Conviene mucho ser extremadamente delicado y no hablar nunca mal del prójimo.
      «Cuando oigas hablar mal, pon en duda la acusación si lo puedes hacer justamente; si no puedes, excusa la intención del acusado; y si tampoco puedes esto, manifiesta tu compasión hacia él, desvía la conversación, recuérdate a ti misma y a los demás que no caer en falta se debe a la gracia de Dios. Haz que el maldicente reflexione, mediante una laudable insinuación, y si conoces alguna cosa buena de la persona aludida, manifiéstala.»
       Santiago Apóstol, San Bernardo, San Francisco de Sales: creo que hay suficientes argumentos: ¡cuidémonos de difamar y de permitirnos escuchar difamaciones! Sí, eso requerirá muchas veces de nuestra compasión por el prójimo. Y, tal vez, de recordarnos las palabras del mismo Cristo: 
     «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra» (Jn 8:7)

(*) Introducción a la vida devota. Biblioteca de Autores Cristianos, 2013; capítulo XXIX

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Al revés

Dos hacia adelante y uno hacia atrás. O al revés. Al revés avanzan los cangrejos; ¿quién más quiere? ¿Quién más quiere avanzar en un sentido u otro? O al revés. Incluso en una dirección diferente. ¿Quién, quién rechaza avanzar? Según hacia adónde. ¿Acaso un avance no puede ser un retroceso? ¿Acaso un retroceso no puede ser un avance, pareciendo un revés? O al revés. ¿Quién gobierna tus anhelos? Huimos del peligro: avanzamos. Nos acercamos al abismo: retrocedemos. “El que no recoge conmigo, desparrama” – Mateo, 12:30.

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¿Quieres ser luz?

     ¿Te imaginas por un momento con el poder de emitir luz? Sí, imagina que emitieras luz. Pero no una luz estridente e intensa como emitimos muchas veces queriendo ser el centro de la atención.
     Imagina emitir una luz suave y cálida. Amable. Una luz que envuelve, que abraza, que acaricia. Una luz que allá donde vayas ponga luz. Que caliente, que alumbre, que aliente. No en todo lugar como hacemos muchas veces queriendo proyectar no sé sabe qué. Ser luz allí donde y cuando se necesita.
     Luz que alumbra, luz que calienta; que hace sonreír, que ilumina el semblante, el corazón y la mente. Luz que te envuelve.
     Imagina, sí, que puedes ser luz para muchos. Imagina que, allí donde vayas, puedes poner luz. ¿Verdad que así el mundo muestra mejor su color?  

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¿Cuándo fue aquello?

     Entonces los justos le contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”. 
     Y el rey les dirá: “En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”. 
     Mateo 25: 37-40

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El ayuno que más alimenta

     Este es el ayuno que yo quiero: soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, (…) partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien va desnudo y no desentenderte de los tuyos.
     Entonces surgirá tu luz como la aurora, enseguida se curarán tus heridas, ante ti marchará la justicia, detrás de ti la gloria del Señor.
     (…) Cuando alejes de ti la opresión, el dedo acusador y la calumnia, cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies al alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía. El Señor te guiará siempre (…), dará vigor a tus huesos. (…) Serás un manantial de aguas que no engañan.
                                   Isaías 58: 6-11

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De hormigas y radares

 
Recuerdo lo que me contó aquel muchacho, que con tanta frecuencia salía al campo. Le gustaban los animalillos. Dijo que le ocurrió un sábado, que no sé por qué le dio tanta importancia. Era sobre las hormigas y el hormiguero: que viven en sociedad. Se preguntaba él, que yo nunca lo había pensado, que siendo así, que vivían en sociedad, y siendo tantas, entonces, tendrían que haber superado muchas crisis. “¿De convivencia?” –le pregunté yo-. Y me dijo el muy deslenguado: “¿Y de qué si no? ¡Económicas, desde luego que no! Ni existenciales.” Y lo dijo con rotundidad, como muy seguro y, a la vez, mirándome por encima del hombro y por debajo de la coronilla. Y continuaba con sus preguntas. Retóricas, sin duda, porque él mismo las respondía, bien con respuestas, bien con más preguntas:
      – ¿Cómo es tan fácil que sigan sobreviviendo? Por milenios. Milenio tras milenio tras milenio tras milenio (“para, hombre, para”-tuve que decirle-). Además, por lo que nos consta, sin mucho evolucionar.
          A esto, me decía yo: “¿Y cómo nos consta, digo yo, si apenas llevamos unas décadas estudián-dolas? ¿Acaso hay registros? ¿Pinturas rupestres o algo así?”
      – ¿Simplicidad? No lo parece. Sus comunidades tienen una organización singular y gran estructura. Una gran estructura muy estructurada. O sea, de mucha disciplina. Algunos estudiosos la asemejan a la de nuestros ejércitos. En esas comunidades, cada individuo tiene su cometido. Y tienen sus mecanismos para que cada individuo cumpla su cometido. Si no, además de las consecuencias para el individuo, nada triviales, las consecuencias son nefastas para el conjunto de la comunidad y, por ende, para toda la sociedad hormigueril.
          Inteligente era el hombre, para razonar de semejante manera. “¿Y si es por solidaridad, que sigan sobreviviendo?” –me atreví a apuntar yo-, pero de aquella manera, por lo de la mirada…
      – ¿Quién sabe? Que son muchas está claro, pero… ¿quién sabe?, ¿simplicidad, solidaridad, vanidad? O por precavidas, a diferencia de las cigarras…
          Se calló un momentín y siguió luego el chico enigmático, hablando de este, para mí, enigma sin igual: “Tienen jerarquía; a veces alguna se despista o se hace la despistada. O sea una hormiga. Ya sea macho o hembra. Y se pone a hacer cosas que no le corresponde. O deja de hacer lo que le corresponde. O lo hace a un ritmo que tampoco corresponde, o lo hace de aquella manera. O sea, a la virulé… sin corresponder.
      – No creas, que puede llegar, un solo individuo, a poner en jaque a todo el hormiguero –siguió con su disertación el joven caballero-. Y eso sin saber jugar al ajedrez, que tampoco constan juegos entre ellas… Entonces, ¿qué hacen las otras ante semejante conducta? Pues sencillo. Hacen lo que hacemos los humanos, que podría considerarse solidaridad, clemencia o reconducción mismamente.
          Ahora sí que me quedé yo entre patidifuso y anonadado… Seguí escuchando:
      – Como ocurre entre nosotros, siempre hay alguien atento a cada individuo. O atento a varios a la vez. ¿Control, hipervigilancia, dirás? Pues no. Simple interés. Instintivo, eso sí, que no se ha demostrado que tengan conciencia, siendo tan chiquititas como son. Ni conciencia ni raciocinio. Aunque, intuyo, sí capacidades de comunicación. Entre ellas. ¿A ver si no cómo eligen a los líderes de cada comunidad?
          Definitivamente lo de este hombre no tiene nombre… ¿elegir a los líderes? Pues eso y más… Siguió hablando en un alarde de erudición:
      – Porque siempre hay alguien que destaca, o quiere destacar. Individuos que aspiran a diferenciarse, varones o hembras. Como Juan Salvador Gaviota, la gaviota. Volaba y volaba. Por placer, o eso decía. Aspiraba a los mejores manjares, decía. Debía decirlo metafóricamente, porque se pegaba temporadas sin probar bocado… Pareciera que, entre vuelo y vuelo, lejos del suelo, y sin consuelo, se olvidara de comer. ¿O eran manjares espirituales a lo que aspiraba? ¿A la diferencia o a la diferenciación?”
          De hormigas no entiendo. Pero Juan Salvador Gaviota sí lo leí. Algo cabezota era el pajarito… Ya lo creo que traía en jaque a las gaviotas adultas… Sin hacer carrera de ella. Para carreras, ya estaban las de Juan Salvador. Las demás, nerviositas, ya no sabían si criticaban, recomendaban o estornudaban. Como yo ahora, que empiezo a bostezar, sin saber si empezaré a dormir, a dormitar o a olvidar… Él erre que erre:
      – ¿Lo harían por amor? ¿Cómo será, por curiosidad, el sentimiento amoroso de las hormigas? ¿Distinguirán amores como hicieron E. From y C. S. Lewis? O como tantas otras santas y santos… ¿Les gustará a las hormigas distinguirse como nos gusta a los humanos distinguirnos, para, luego, en ocasiones que estamos mano sobre mano, darnos cuenta de que, así, en la igualdad, en lo rutinario, en lo ordinario, ya somos especiales, inigualables?
          En esto coincido con el joven; recuerdo lo que me dijo ella, la madre, a través de otra mujer: “no hace falta que hagas nada especial, hijito; te quiero así como eres”. Y me viene el texto, tal cual: “ahí tienes a tu madre”. ¡Menudo regalo!
      – Pues sí, las hormigas a veces pierden su radar. Ves que caminan errantes. O haciendo círculos… No es muy frecuente, pero ocurre. Luego, de repente, lo recuperan. El radar. Eso todavía los estudiosos no saben cómo ocurre. Las estudiosas tampoco saben. Pero sucede. De buenas a primeras. De un día para otro, o de un momento para otro, que esos, los momentos, son en realidad como días para las hormigas. Lo recuperan. El radar. Y no puede ser porque quieran ellas, no. Porque no son conscientes. Dicho quedó, conciencia no tienen.
          Era un chico peculiar. Muy observador. Inteligente. Pero aquello del sábado… lo del sábado, me dio que pensar… ¿y a quién no?

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Los nuevos inocentes

     Define la Real Academia como inocentes a las personas libres de culpa. También a las cándidas, sin malicia, fáciles de engañar. O sea, a casi todos nosotros o a muy pocos, según se mire.
     En Navidad el término Inocente nos lleva de inmediato a la matanza de los Santos Inocentes que describe el Evangelio (Mateo 2, 13-18). Críos asesinados por orden del rey Herodes. Por el mero hecho de vivir en un lugar determinado, en un momento concreto, por debajo de aproximadamente dos años de edad. Libres de culpa. Inocentes del todo.
     Aquellos fueron los inocentes de entonces, a los que se unen en nuestros días los nuevos inocentes. Niños también, aunque casi todos de mayor edad. Libres de toda culpa propia. ¿Qué despiadado rey lo ordena ahora?
     Niños cuya muerte se atribuye a diversas razones, raramente designando la causa orígen. Víctimas del miedo, de la desinformación, de la manipulación, y de la confianza excesiva y, a veces, irresponsable. Porque alguien no empleó tiempo, no digo ya en investigar ni en indagar. Simplemente, por no emplear 90 minutos de su tiempo, o menos, en escuchar. ¿Acaso no lo merecen quienes más quieren en este mundo? Sí, me refiero a sus hijos, expuestos a los riesgos de las para ellos innecesarias, ineficaces e inseguras vacunas covid. Porque sí, ya se empieza a escuchar, ya comienzan a reconocer, aunque todavía no se dice achacable a qué, el exceso de mortalidad.
     Por los nuevos inocentes: ¡Basta ya! Basta escuchar:

     Un repaso al fin de año, por el doctor Luis Miguel Benito de Benito 

     FELIZ 2023

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Feliz y Santa Navidad

Esto dice el Señor, tu libertador, el Santo de Israel: “Yo, el Señor, tu Dios, te instruyo por tu bien, te marco el camino a seguir”
–Isaías 48, 17–

El Señor nos marca el camino a seguir, y lo hace de múltiples maneras:
    – A través de su Palabra, cada vez que leemos el Santo Evangelio.
    – Mediante el dictado de nuestra conciencia, sabia, que distingue el bien del mal, que señala el camino recto, sin atajos engañosos.
    – Con las correcciones de padres y madres; con el consejo del amigo.

Pero yo me encabezono, soy imperfecto, me puede la soberbia. Y, como San Pablo, reconozco:

Pues no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo. Y si lo que no deseo es precisamente lo que hago, no soy yo el que lo realiza, sino el pecado que habita en mí.
–Romanos 7, 19-20–

El pecado al que invito a habitar en mí. El pecado en el que caigo una y otra vez; el que tengo que combatir. Aquel del que me redime el Dios hecho hombre.

Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor.
–Lucas 2, 11–

Nos naces cada día, Señor, y quieres habitar nuestro corazón. Por eso: Cantaré eternamente tus misericordias, Señor:

Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz».
–Lucas 1, 78–

Os deseo, queridos amigos, una ¡MUY FELIZ  y SANTA NAVIDAD!

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Carta de un caminante

      Querido amigo:
      Por fin he caminado. Tranquilo, no te vayas a pensar que desde que no te escribo haya estado lesionado. No es eso.
      Lo llaman caminar, aunque resulte paradójico, porque, caminar, caminamos todos cada día, por distintos caminos. Con caminar, ellos se refieren a participar en un retiro. El de Emaus. He sido caminante, porque he participado en ese retiro de ¡tan sólo! 48 horas. Un fin de semana.
      He caminado, como otros muchos, digamos, por invitación; por la sugerencia insistente de alguien que me quiere mucho. Como otros, lo he iniciado con escepticismo.
      Poco puedo contarte, querido Ernesto, porque, para el beneficio de los futuros caminantes (y por respeto a lo que escuchas allí) se requiere confidencialidad. No obstante, son muchos los que a mí y a otros caminantes, al percibir las diferencias entre antes y después, preguntan qué nos ha pasado entre medias. Aprecian un más intenso brillo en la mirada, una sonrisa más pronunciada y duradera, hasta carcajadas, un semblante sereno… ¿qué me ha pasado?
      48 horas con otros muchos hombres, casi cien, casi todos ellos laicos. Sí, es un retiro de la Iglesia Católica, conducido por laicos. Retiros distintos para hombres y mujeres. Otro más, este mixto, para jóvenes –el llamado Effetá–. 48 horas de una experiencia sanadora, que acerca a Dios, incluso en los casos de mayor alejamiento hasta entonces (no practicantes, agnósticos, ateos). Recomendable para quienes están atravesando alguna dificultad en el plano personal, familiar o laboral; para quienes necesitan sanar heridas del pasado, más o menos profundas, que, latentes, actúan en el presente, aún sin que tú seas consciente, condicionando tu humor, tus decisiones, tu forma de relacionarte con los demás. Para quien quiere acercarse a Dios, y sentirlo. Para quien requiere perdonar y ser perdonado, y derribar los tan dañinos prejuicios.
      Por sus frutos los conoceréis –Mateo 7:15–. En este caso los frutos del Espíritu Santo, que no son sino –Gálatas 5: 22–: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí.
       Ya no volveré a caminar. Sólo se camina una vez. Eso sí, podré servir y, a los que más quiero, invitar a caminar.
      Un fuerte abrazo, querido amigo.

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