Volver a preguntarlo

Le daba mucha vergüenza volver a preguntarlo, una vez que la relación estaba comenzada y habían tenido ya varios encuentros. No importaba si era en el ámbito personal o en profesional, se las apañaba sin tener que preguntarlo:

Disculpa, … Perdona, …Oye, … Mira, mira, …

Dependiendo del grado de confianza, usaba una u otra manera de llamar a su interlocutor. Todo menos el “” aquel, hiriente, con el que un chaval se dirigió a él en el colegio de primaria. Todo por no pasar el trago de, después de semanas, meses o, algunas veces, años, volver a preguntarlo.

La vecina de enfrente; el que trabaja en la tienda de la esquina; el chico joven de la tercera planta; la señora rubia que se sienta siempre en el primer banco de la iglesia; el padre de Juan, el portero; la mamá de Irene, la amiguita de Pilarín… Así es como se refería a ellos al hablar con terceras personas. Todo por no repetir la pregunta.

Así vivían él y otros muchos, sobrellevando las relaciones, hasta que un buen día se encuentra en la tesitura de tener que presentar a su ya tan familiar amigo:

  •     – Mira, esta es mi mujer. Cariño, te presento a… Javier, el padre del portero del equipo de los chicos.
  •     – Juan Carlos, me llamo Juan Carlos. Javier es mi hijo, -le corrige educadamente el señor.
  •     – Claro, ¡me pienso que en todas las familias es igual! –dice, acompañando sus palabras de una sonrisa que le hace sentirse más tranquilo.

Tampoco es para tanto, ¿verdad?, ¿o sí?, se preguntó Salvador. Todo por no repetir la pregunta.

¿Acaso es tan vergonzante? ¿Acaso es indecente? Simplemente es. Pudo habérsele olvidado o pudo no haberlo preguntado nunca.

Eso, nunca, ¡nunca más!, me volverá a pasar, se dijo a sí mismo con el pensamiento puesto en la próxima graduación de su hija…

  •     – Papá, te presento al padre de Verónica,
  •     – Mucho gusto, -dijo el señor padre de Verónica.

Ahora sí, ¡es el momento!, pensó Salvador para, rápidamente, responder:

  •     – Encantado, me llamo Salvador. ¿Y usted?
  •     – Soy Fernando.
  •     – Bueno, ¡parece que fue ayer cuando empezaron la carrera, ¿verdad, Fernando? –prosiguió con la conversación.
  •     – Sí, en efecto. ¡Cómo pasa el tiempo!
  •     – Ahora, a por la siguiente etapa, Fernando, ¡es ley de vida! ¿Qué tiene pensado hacer Verónica?

Pasados unos minutos de conversación, se disculpó amablemente para ir al encuentro de otras personas conocidas.

  •     – Disculpe, Fernando, voy a saludar a otros amigos.

Enseguida se unió a los padres de Andrés, a quienes había conocido hacía unos meses, en una conferencia en la Universidad. En esta ocasión, no vaciló:

  •     – Hola, ¿qué tal están? Soy Salvador, el padre de Daniela.
  •     – Sí, nos conocemos. Muy bien, ¿y usted?, -respondió breve el hombre.
  •     – Encantado de volver a verles. Discúlpenme, ¿cómo eran sus nombres?
  •     – Silvia y Enrique.

Claro, tiene cara de llamarse Silvia; y él Enrique; ¡todo encaja! Pensó, rápidamente, Salvador.

  •     – Gracias, como nos vimos hace unos meses… Por cierto, ¿qué les ha parecido, Silvia y Enrique, este año tan intenso para los chicos?, -preguntó Salvador.
  •     – No sé él a mí, pero yo he echado mucho de menos a Andrés, -dijo la madre.
  •     – Sí, a Patricia, mi mujer, le ha pasado lo mismo, Silvia; ¡es muy normal! ¿Y a usted, Enrique?, -insistió él.

Meses después, en un centro comercial, Salvador coincidió con el padre de Verónica, a quién se dirigió con la alegría natural de quien se encuentra a un amigo:

  •     – Hombre, Fernando, ¡qué alegría verle!, ¿cómo está?

La cara de Fernando reflejó su sorpresa inicial al ser llamado por su nombre para, enseguida, dar paso a una sonrisa generosa, muestra de la satisfacción que produce escuchar la palabra que, como a todos, más nos agrada del mundo: la de nuestro propio nombre.

  •     – Encantado… um
  •     – Salvador, me llamo Salvador.
  •     – Claro, el padre de Daniela, pero no recordaba su nombre, -habló con naturalidad Fernando.
  •     – ¡Normal! Nos vemos poco… Y dígame, Fernando, ¿qué tal le va a Verónica? …

Hablaron de las hijas y, al despedirse, dijo Salvador:

  •     – Fernando, le dejo mi teléfono, por si un día le apetece tomar un café, una cerveza o un refresco. O, simplemente, pasear y charlar un rato.
  •     – Claro, tome el mío también, -dijo Fernando.

Al querer grabarlo, Fernando, descubrió que ya lo tenía registrado: Padre de Daniela. Entonces, lo editó y sonrió.

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