El rey estaba triste, como en los cuentos de reinos de reyes, o más. Y, como suele ocurrir en esos cuentos que siempre terminan bien, ni sus mejores bufones eran capaces de cambiar su humor. Ni los suyos, ni los de los reinos vecinos.
No había pasado ningún flautista, como en Hamelín; tampoco la aguja de una rueca había pinchado a su hija, como a la bella durmiente. Ningún apuesto príncipe se había convertido en sapo… ¡nada de nada!
En realidad, todo. Todo lo tenía el rey, hasta el cariño fervoroso de sus súbditos.
La hija del rey se preguntaba: ¿por qué? Y el hijo: ¿cómo es posible semejante abandono?
Sí, lo habían abandonado: las emociones, en no se sabe qué clase de extraño arrebato, se habían conjurado contra el rey, confinándolo a un terrible estado de anestesia. Ninguna emoción osaba relacionarse con el rey, al que la gente comenzaba a apodar el rey impasible. Algunos hasta decían que había que cambiarle un fusible.
Entristecidos, pero con esperanza, a los perseverantes hijos del rey se les ocurrió hacer lo que tantas veces habían leído en los cuentos de hadas: convocaron un concurso con la más atractiva de las recompensas para quien fuera capaz de al rey de su insensible estado sacar.
Así fue como desfilaron por palacio todo tipo de empresarios vanguardistas: del teatro, del circo, de la música, de la danza… todo el mundo de la farándula. ¡Hasta actividades outdoor, como el paintball!
Con gran ilusión, los hijos del rey descubrieron un incipiente despertar emocional de su amado padre. Era un comienzo esperanzador, aunque pasajero fuera el despertar y, por más tiempo, en su corazón las emociones necesitaran perdurar.
Tan grande fue la llamada de auxilio, que el mismísimo y legendario Filípides, el griego de Maratón, acudió a socorrer al rey anestesiado. Sencilla fue su recomendación: reír, correr y saltar. Todo fácil de ejecutar. Con su práctica, el rey comenzó a mejorar.
Pasaba el tiempo y los hijos del rey, en continua investigación, supieron de cierto alquimista que había tratado casos similares en reinos más alejados; lo buscaron y lo encontraron, no sin dificultad.
El alquimista, que parecía más evolucionado que el de Coelho, llegó al reino portando un arcón peculiar: el arcón de las esencias.
En días consecutivos y, en ocasiones, varias veces en el mismo día, el rey era llevado a una sala de palacio, de esas casi intrascendentes. Siempre a la misma. Allí, cada vez, el alquimista, con gran sencillez, poco a poco, de manera delicada, abría el arcón que, según el grado de apertura, liberaba una de sus esencias: jazmín, azahar, incienso, almizcle, lavanda, miel… humo ¡de barbacoa!, y, también, de salmón, ahumado.
Algo de mágico tenía el arcón porque, cada esencia era del gusto del rey y, en cada momento, una emoción acudía rauda al corazón del rey que, por su parte, renovado, muy animado, él ponía la escena. Y sus oídos, la banda sonora. Las emociones permanecían… hasta competían…
El semblante del rey lo delataba: el arcón de las esencias le gustaba.
Además de con el arcón mágico, el alquimista siempre viajaba con una lira a la que llamaba Spy-to-play. Era una lira mágica, capaz de reproducir todas las melodías del mundo. Y de mucho más.
El rey, animado por las esencias, quiso tocar el arpa. De inmediato, una melodía salía. ¡Ah! Esa melodía, ¡qué recuerdos!, ¡qué emoción! Volvió a tocar… otra melodía, otra emoción. Y otra, y otra, y otra…¡qué facilidad!
Viendo la evolución del rey, el sabio alquimista pidió marcharse. Antes, regaló al rey un instrumento especial: un monocordio en miniatura, sincronizado con su lira mágica, spy-to-play. El monocordio era capaz de reproducir la melodía que el rey tuviera en su cabeza. Bastaba con imaginarla y, con suavidad, tocar su única cuerda. De inmediato, la melodía imaginada comenzaba a sonar… ¡qué emoción!
Los hijos del rey, sorprendidos, maravillados, tan agradecidos estaban al alquimista, que quisieron agasajarlo con todo tipo de viandas y regalos. Más no era el alquimista conquistable con los placeres de los sentidos y, para sorpresa de algunos, les sugirió hasta tres veces este relato leer.
Antes de marchar, el alquimista comunicó a la familia real que, para que el monocordio funcionara con precisión, se exigía cierta condición: que el rey quisiera hacer su reino, cada día, un poco mejor.
¡Feliz fin de semana!
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