Querida doña Martina:
Dice nuestro amigo común, don Alberto, que, en la literatura, se está perdiendo el género epistolar. Y también el hábito de escribir cartas, en general. Él lo quiere recuperar, pero no la escribo yo para contribuir a la causa, que no digo que esté mal. La escribo porque, frente a conversar, escribir tiene sus ventajas, o eso creo yo.
Para mí, como remitente, que puedo decir todo lo que quiera, de forma meditada, o mejor aún, premeditada, sin perder el guion. Para usted, doña Martina, como destinataria, que puede dejar de leer en cualquier momento o, al contrario, puede leer el texto todas las veces que quiera, según el humor en que se halle. Por lo anterior, voy a ser directo, que esta carta es para leer hasta el final:
“Había una vez un hombre bueno, amable, sincero, al que le gustaba caminar. Salía al bosque con frecuencia. A veces, en su disfrutar, perdía la noción del tiempo. Caminaba cualquiera fuera la ocasión, la circunstancia, la climatología. Solía ir él solo, sin compañía. Tenía sus recorridos, sus circuitos, sus metas. Disfrutaba mucho de sus caminatas.
Una tarde, le sorprendió la noche. No se despistó, no. Se confió. Tanto que, en su descenso, algo precipitado, su tobillo se quebró. Perdió el equilibrio y cayó. De inmediato, su pie se hinchó. Quiso regresar. En cada paso, un fuerte dolor le acompañaba. Se planteó parar y pasar la noche en el bosque. Comenzaba a bajar la temperatura, a pesar de que no había llegado el invierno todavía. Decidió continuar, como pudo, conteniendo el dolor, sintiéndolo cada minuto, en su esforzado regreso a casa. Por fin llegó.
Pasó el tiempo y el hombre bueno, amable y sincero se curó. Pero tanto fue lo que sufrió que, en sus salidas al bosque, no quiso arriesgarse a tener un nuevo accidente. Tampoco quería renunciar a caminar. Quiso continuar. Desde entonces, tomó todo tipo de precauciones: se vendó los tobillos, protegió sus rodillas, se abrigó más todavía… guantes, bufanda, gorro. Aun sin hacer tanto frío. No podía arriesgarse a volver a caer, y perderlo. Porque era lo que más apreciaba, lo que, en aquel momento, le quedaba.
Cambió los itinerarios. No volvería a enfrentarse a empinadas subidas, ni a riscos, ni a caminos de piedra. No iría contra el viento, ni se expondría tanto al sol. Y, llegado el caso, hasta descansaría, haría un alto en el camino, tomaría un respiro. Así hizo. Ahora, paraba con frecuencia. Pero los pensamientos le atormentaban. Le recordaban la caída, el dolor, el camino recorrido estando herido, el sufrimiento de la recuperación. Y, sobre todo, el temor de un nuevo tropezón.
Aquellas pausas en su caminar, en vez de descanso, se convirtieron en un martirio. Pero el monte era, hasta entonces, lo único que le aportaba paz mental. ¡Ya está! Decidió que un poco de entretenimiento le vendría bien. Así es cómo, en su mochila, comenzó a poner un libro y su teléfono móvil. Siguió con sus precauciones, caminando y descansando.
Para evitar la tortura de sus pensamientos, el hombre recurría al libro. Leía. Pero su mente, que no era él, recurrente, volvía a criticarlo, a censurarlo. Probó con su teléfono móvil y sí, quizás por la doble atención, visual y auditiva, aquello lo calmó. Se marchó, poco a poco, el desasosiego. Retornó la paz mental.
Pasaron los meses y aquel hombre bueno, amable y sincero se acostumbró a incorporar la tecnología en sus paseos, cada vez más cortos. Así, hasta que caminar le agotaba tanto que cambió el bosque por el parque de su ciudad. Seguía recordando la caída y tanto le reconfortaba acudir a su teléfono móvil que dejó de salir al parque también. La terraza de su casa bastaría. Era bastante soleada.
Un día, sentado en su terraza, cayó rendido, con el teléfono sobre las piernas. Durmió y soñó. Sobrevino un colapso de ondas, como en MEDUSA, de Vázquez Figueroa. En esta ocasión, no se sabe quién o qué la provocó. Pero el resultado fue similar. Caos total. Imposible relacionarse, imposible trabajar, imposible pagar. Imposible de ningún ocio disfrutar. Silencio de ondas. Huelga de tecnología. Crisis de identidad.
El colapso duró algún tiempo. Mas lograron sobrevivir. Nada tan fatal. Recuperaron algunos viejos hábitos. Hasta resurgió el género epistolar. Pero no querían renunciar a las comodidades del pasado. Como en MEDUSA, de Vázquez Figueroa, quisieron negociar. Volvieron las ondas y todo el mundo, con moderación y prudencia, las volvió a disfrutar. También, para siempre, todos convivieron con el género epistolar.
De repente, el teléfono cayó al suelo y el hombre despertó. Después de un momento, sintió calma, sosiego y paz interior. Salió de la terraza y sonrió.
Desde entonces, el hombre bueno, amable y sincero volvió a subir al monte. Continúo caminando. En su caminar tranquilo, relajado, confiado, escuchaba voces, de cuando en cuando. No, no era él quien hablaba. Quizás su mente. Las escuchaba con nitidez: “Él dará órdenes a sus ángeles acerca de ti, para que te guarden en todos los caminos. En sus manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra.”
En fin, doña, Martina, no me quiero extender más, que basta la intención. Contribuiré al deseo de don Alberto de recuperar el género epistolar. ¡A escribir! Aunque con moderación. No sea que, con tanta escritura, descuide mis salidas al monte. ¡A mí también me gusta caminar, pues me propicia paz mental! Aunque sea a ratos, mientras estoy lejos de los aparatos.
¡Por una vida apasionante!
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Por el mismo autor: www.15habitos.com